La obsolescencia programada caracteriza en nuestra cultura a los productos de consumo, diseñados para caducar pronto con el objetivo de mover al consumidor a comprar otros nuevos. Cualquier objeto de arte se ha definido históricamente en contra de este planteamiento, aspirando a un valor absoluto, independiente de cualquier novedad posterior. Este valor absoluto es algo que buscan tanto el artista como su público en cada obra, como si fuese la médula misma del arte, y la historiografía no ha perdido ocasión de defenderlo. Por ejemplo, podemos cambiar nuestra apreciación del románico, pero su belleza no caduca ante la arquitectura del acero y del cristal; la etapa azul de Picasso no queda minimizada por las Señoritas de Avignon; ni Vermeer anula a los Van Eyck; ni la Sagrada Familia puede ningunear a la catedral de Chartres. Ni siquiera el arte contemporáneo, embarcado desde finales del siglo XIX en una carrera por renacer continuamente, escatima la fe en el valor absoluto de la obra, no condicionado ni relativizado por la oferta del mercado. Del mismo modo, el cine no tiene fecha de caducidad, y los cinéfilos acuden sin discriminación a películas antiguas o modernas, con independencia de los medios técnicos que empleen.
En cambio, el videojuego aún está hoy, y no sabemos si dejará de estarlo, demasiado sometido a la caducidad, una caducidad que se deriva principalmente de la cambiante tecnología de que depende, y que dota a cada nuevo producto de una inquietante apariencia de provisionalidad. El peso del factor tecnológico en el mundo del videojuego es consecuencia de su concepción ilusionística dominante, sin negar por ello la existencia de otros estilos gráficos, más bien asociados a máquinas de limitada potencia (móviles, etc.). Como sucedió en la pintura durante muchos siglos o en quinientos años de escultura griega, muchos jugadores de videojuegos aún valoran mucho el ilusionismo de la representación, es decir, por lo general su naturalismo, cuando no fotorrealismo. La vieja carrera por acercarse a la visión natural está abierta en la representación por ordenador, y en tanto tenga margen para continuar seguirá siendo imprescindible renovar PCs, consolas y tarjetas gráficas cada pocos años. Y es que el artista aquí no trabaja un único material concreto -el lienzo, la piedra-, sino un complejo sistema geométrico-matemático que automatiza a posteriori una máquina específica.
Mientras que el cine es una sucesión de imágenes fijas que puede traducirse a muchas tecnologías diferentes, y para el cual un mismo dispositivo puede abarcar pasado, presente y futuro, el videojuego es un programa informático diseñado expresamente para una determinada maquinaria. Y ello conduce lamentablemente a la dificultad de recuperar lo viejo, así como de acceder a lo nuevo. Aquí radica precisamente la imposibilidad de crear con el mundo del videojuego un concepto tan útil para el cine como el de FilmAffinity: sencillamente es un trabajo arduo estudiar uno por uno cómo poner en marcha los viejos juegos, pese a las ayudas como DOSBox. Por no decir que el valor que se le da a todas estas piezas antiguas es enormemente relativo: por lo general se recuerdan y se revisitan sólo como objetos de nostalgia, pero, salvando escasos conceptos clásicos -como Tetris y otros no pensados en clave ilusionista-, la función lúdica se considera tan perdida como la utilidad de una máquina de escribir. Y una vez perdida esa dimensión utilitaria del juego es cuando vemos realmente lo que queda del arte, si algo queda. La radical ruptura producida con cada generación de juegos ilusionistas es lo que impide valorarlos bajo un mismo criterio, lo que pone muchas trabas a intentos como el de GamesAffinity.
Y no sólo eso, sino también las necesidades de tiempo que implica conocer un videojuego son un elemento en contra de su reutilización. Así como una película se puede revisitar en un tiempo limitado y asequible, la creación informática requiere para ser recorrida un aprendizaje técnico y grandes cantidades de tiempo: decenas e incluso cientos de horas, y aún a veces no es suficiente para descubrirlo todo de ellos, contando además que cada jugador interactúa de una forma particular y distinta. Y así, volver a un juego viejo resulta poco motivador cuando ha caducado su función lúdica, pues la pura curiosidad arqueológica suele quedar satisfecha en un par de pantallas. A los flamantes nuevos, en cambio, unos llegan como turistas que miran superficialmente, constatan lo general y se pasan quizá un par de horas intrascendentes; mientras que los auténticos aficionados llegan verdaderamente ansiosos y experimentan, por lo general, el siguiente proceso: 1) impacto inicial durante la vigencia del efecto ilusionista, de unas pocas horas desde el estreno; 2) fase propiamente de juego, de la mayor duración, donde los objetivos competitivos pasan al primer plano, y que a veces se acompaña de la fase de ofuscamiento, donde estos objetivos pasan a ser un deber y el juego un sufrimiento, punto en el cual ya no se puede estar más alejado de una experiencia estética; y 3) de manera opcional, fase de aburrimiento, en la cual el jugador se enreda en las más variopintas faenas, por las que acaba descubriendo la cara más absurda de la realidad virtual en sus limitaciones mecánicas y sus bugs. En este punto, el juego ha caducado, se ha quedado desnudo como un mago al que se le pilla el truco, y ya los que parecieran potentes gráficos no dicen nada especial: el ciclo debe comenzar otra vez.
En fin, entretenimiento y caducidad vienen a sumarse aquí para significar casi lo mismo: lo que no permanece, lo que pronto se olvida. La historia del videojuego es demasiado parecida a la historia de las máquinas como para ser valorado a la ligera como un objeto artístico tradicional. Es casi siempre una creación industrial efímera, un objeto concebido para ser consumido acríticamente en un espacio de tiempo predefinido, fabricado al compás de la novedad tecnológica y con una validez muy limitada. Su diseño y concepción están guiados por la ideología del entretenimiento y por el culto a la maravilla tecnológica como sucedáneos de la experiencia estética, pero para ello se vale no pocas veces de la poética de otras artes, como la pintura, el cine o la música, cuyos lenguajes ha demostrado saber manejar correctamente, y algunas veces también con sensibilidad. Entre esas veces está, pienso, cuando se ha querido apoyar en un arte eminentemente representativo, y ha retomado a su manera la vieja competición de la pintura paisajista, durante cientos de años peleada por plasmar con la mayor fidelidad los fenómenos naturales, como las montañas, los mares, la luz de cada hora del día, los soles y los resoles, las nubes, la niebla, la calima...
En todo caso, el videojuego será arte en tanto tal o no lo será en absoluto; pero no puede serlo parcialmente por contener algo de buen cine, o algo de buena pintura, o algo de buena música, si lo demás es basura. Ni el aspecto utilitario ni el carácter tecnificado e ingenieril de los mundos virtuales constituyen por sí solos valores estéticos, pero su mera presencia tampoco anula la posibilidad de un arte. Cierto que la arquitectura de mayor reconocimiento artístico se olvida hoy a veces de la comodidad y hasta de prevenir las goteras, así como la nouvelle cuisine no se destina principalmente a quitar el hambre. Pese a ello, el confort es una necesidad inherente al diseño de una vivienda exitosa, como lo es la resistencia de los materiales y la calidad de las instalaciones, lo mismo que en un coche es imprescindible la mecánica que permite su automoción, y no hay duda de que los aspectos más prácticos y prosaicos son compatibles con la creatividad y además tienen valor histórico y cultural.
Por de pronto, yo no menosprecio artísticamente un género con el que he disfrutado muchas horas, primero porque encarna uno de los más respetables exponentes de la cultura popular contemporánea. Y segundo porque creo que puede distinguirse en él lo bueno de lo meramente adictivo o incluso -lo que todavía parece más difícil- de lo nuevo. Conseguirlo depende del fabricante, pero también muy especialmente del público, y pasa al menos por trascender el ofuscamiento mecánico y el fanatismo acrítico, tan contrarios a la inteligencia y a la satisfacción que experimentamos cuando de verdad reconocemos una obra de arte.
[Actualización del 11/VI/2012: la polémica ya fue iniciada en Internet por el crítico de cine Roger Ebert, que en 2010 afirmaba que "ningún jugador de videojuegos actual vivirá lo suficiente para experimentar el medio como una forma de arte". En este enlace opone sus razones a las de Kellee Santiago, diseñadora y productora de videojuegos, que representa buena parte de la opinión de la comunidad de gamers]
[Actualización del 11/VI/2012: la polémica ya fue iniciada en Internet por el crítico de cine Roger Ebert, que en 2010 afirmaba que "ningún jugador de videojuegos actual vivirá lo suficiente para experimentar el medio como una forma de arte". En este enlace opone sus razones a las de Kellee Santiago, diseñadora y productora de videojuegos, que representa buena parte de la opinión de la comunidad de gamers]
Imágenes: dos caminos hacia la naturaleza. Par 1: escena del Tapiz de Bayeux, con Harold navegando hacia Normandía (siglo XI) y Mar encrespada en un muelle, de Jacob von Ruisdael (siglo XVII). Par 2: la costa de Flandes según Wings of Glory (Origin, 1995) y el sur de Vigo según Flight Simulator X (Microsoft, 2006), con escenario fotorreal confeccionado por Valentín Casares en 2009.
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