Cuando caigo en la tentación de arrepentirme de alguno de mis pasos, cuando me resbalo en los remordimientos que me llevan a preguntarme cuán distinto sería el mundo si no hubiese metido el zueco justo allí, en aquel ridículo bache, me respondo convencido y rotundo que todos y cada uno de mis errores han sido imprescindibles para vivir aquella historia, la mejor de todas las historias, cuyo recuerdo todo viene a compensarlo.
Llegué allí una tarde calurosa de verano, después de sentirme perdido durante cerca de una hora, atravesando un camino de apretada vegetación entre matorrales, pinos, encinas y alcornoques. En aquel punto, el sendero se abría a una especie de desfiladero rocoso y, como si un denso telón se descorriese de repente sobre mi cabeza, la luz y el aire que flotaban por todo el valle se lanzaron repentinamente sobre mí, avivándome de golpe todos los sentidos e inflamándome de oxígeno el pecho.
Al otro lado de una amplia hondonada se alzaba el castillo que había estado buscando, tan grande que parecía que ya podía tocarlo, y al mismo tiempo inaccesible sobre su loma, separado de mí por las empinadas laderas y por el impenetrable matorral que invadía la cuenca del río que circulaba por el fondo. El camino todavía daba un buen rodeo hasta llegar al edificio, descolgándose lentamente en paralelo al barranco. Excavado durante cientos de años por las ruedas de los carros, cuyas rodaduras eran todavía muy evidentes, cruzaba el río allá abajo, a través de un puente medieval tupido por la hierba.
El castillo vibraba con su piedra anaranjada a la luz del sol, mientras yo lo contemplaba desde el solitario camino de la falda opuesta. Así hasta que el naranja se fue tornando gris y el sol fue llevándose sus colores por entre los árboles de los montes. Entonces yo me agarré fuerte a la ramita retorcida de un arbusto y me obligué a esperar hasta que el cielo estuviese completamente negro, decidido a volver a sentir la oscuridad de la noche en la naturaleza, allí por donde nadie pasa.
Poco a poco se iluminan las estrellas, pero no hay luna. De las cosas tan solo va quedando un vago reflejo amoratado. Aparecen los ruidos nocturnos del verano más agreste y se me presenta con emocionante familiaridad el bullicio de los habitantes de la espesura. Inicio la marcha lenta y cuidadosamente por el camino de vuelta. El ruido de mis pasos sobre la hierba se mezcla con el que produce la desconocida horda de insectos, pájaros y reptiles, sin descartar algo más grande, que pululan en los recónditos laberintos del bosque. Y me siento pequeño, efímero, fácil de confundir con uno de estos seres que nacen y mueren en el monte sin dar noticia a nadie. Caigo en la cuenta de que no estoy solo, y entonces experimento un terror ambiguo, un ansia, una subida de adrenalina como los que gozan con robar en las tiendas o con hacer puenting: en el fondo me siento amparado por este tipo de amenaza invisible.
Tiempo después desemboco en la carretera y la euforia se va poco a poco disipando conforme se van multiplicando las luces de las farolas.
Foto: castillo de Torrenovaes (Quiroga, Lugo).
16 de setembro de 2011
El verano (II)
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