El presente en sí suele carecer para mí de emoción y de sentimiento. El presente por sí solo es una marea de estímulos que repican en la piel y en la retina. Toda emoción estriba en el recuerdo, en virtud del cual las sensaciones fluyen de un sentido a otro hasta derivar en una experiencia de orden sentimental.
El olfato me parece el sentido de la memoria, el lugar por el que se filtran las sensaciones que llegan al alma. Todo pasa por la nariz antes de que importe, porque a través de ella queda ligado con todos los tiempos. En cambio, la vista me parece el sentido del presente, el de menor capacidad evocadora, tanto más cuanto más nítidas y evidentes son las imágenes que produce. Cualquier imagen del recuerdo se encuentra profundamente distorsionada por los afectos, muy lejos de lo que informó la retina en algún anodino presente.
Un día, lo que era anodino, insulso y hasta confuso deja, tras una larga y pesada digestión, de flotar en el estómago de la memoria, y queda definitivamente asimilado al organismo. Las vivencias se recuperan de su desconcertante insignificancia y se entrelazan con la musculatura de los sentimientos, y lo que estaba perdido en el presente se aparece resumido en un olor singular e inimitable. Cuando algo ya se ha pasado, cuando más lejos está de mí, cobra olor, se revela por entero en la lejanía, como un inmenso valle cuando se ha tomado suficiente altura. Aquel valle, tan grande y con tantos colores, ya no es mi casa, pero a cambio lo siento por primera vez coleteando en el alma.
La fragancia del aire contiene más emociones que las vivencias mismas. Cuando llega el aire que anuncia el verano, las sensaciones son más intensas que en pleno agosto. En medio de sus calores, cuando ya han pasado muchos días de monotonía, el aire parece que no huele a nada. Pero cuando llega sutil la fragancia de algún día olvidado, las sensaciones pueden ser hasta brutales, porque penetran donde están los recuerdos. Las imágenes se producen muy adentro y salen a iluminar el mundo con su signo: el paisaje no es ya el que está ahí delante, porque la mitad en él es el reflejo del alma.
Imagen: Castelao, Milagro o Viático (período 1922-29)
23 de maio de 2010
Sinestesia
9 de maio de 2010
Nocturno (II)
El patio: está oscuro. No alumbra aquí fuera ni una sola luz, ni una bombilla, ni una farola. El ayuntamiento ha prometido poner un foco en lo alto del poste de la entrada, un foco que se encienda cada tarde a la hora programada y que no se apague hasta la mañana siguiente. Pero, hasta que no lo haga, las noches son oscuras y huecas, sólo balizadas por moradas paredes y por ecos informes.
El horizonte: está conformado por una muralla de esqueléticas ramas, retorcidas por el frío, que ocultan cualquier farola, cualquier bombilla, cualquier faro que alguien haya encendido del otro lado de la dehesa. Así que en la distancia tampoco hay luces fijas ni móviles que balicen la tierra, ni que se entrometan por el rabillo del ojo reclamando atención, ni que perviertan la frágil belleza de las sombras proyectadas por las estrellas.
Un murciélago: se recorta contra el resplandor del cielo abismal. Es un espectro vibrante que vuela frenético en torno al patio. El batir de sus alas produce un eco siniestro que se propaga por las concavidades de la noche invernal.
El sapo: tiene su casa debajo del hórreo. Normalmente se lo ve por allí, arrastrando muy lentamente su morado cuerpo, grande y viejo. Ahora se encuentra absolutamente quieto y en silencio, dándose un reconfortante baño de estrellas. No debo molestarlo, pues, como dice mi padre, tiene la costumbre de levantar una pata y orinar directamente a los ojos.
El camino: que sale del patio se adentra en una oscuridad absolutamente tupida. Puedo quedarme mirando absorto el abismo todo el tiempo que quiera, con la plena y reconfortante certeza de que nadie va a aparecer por allí.
Imagen: Mark Rothko, Sin título (1969)