Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

5 de abril de 2009

La casa

El agujero: era una muesca cóncava en el centro del umbral de piedra, por donde el lobo metía la patita pintada de blanco. Siempre que yo entraba en la casa, me detenía mirando aquella extraña forma, maravillado por la casualidad que la había colocado justo en aquel lugar.

Las culebras:
salían de repente de entre la hierba seca que se apilaba en el zaguán, junto al establo, y ondulaban por el pavimento, barridas por una escoba de retama hacia el agujero del umbral.


Una gran cabeza astada:
asomaba en el ventanuco del pesebre, como expuesta en un escaparate, y comía entre ruidosos bufidos
tréboles y largas briznas, la lengua morada, la nariz húmeda y la frente dura como el mascarón de proa de un barco.

El piso de arriba:
se estremecía con las embestidas del ganado, que por veces levantaba la cabeza más de la cuenta. Cada impacto se propagaba como un redoble por todo el entablado, e iba animando gemidos y tintineos en los objetos.


El reloj de pie:
tenía un péndulo abollado de color dorado, una clavija para dar cuerda y, según mi padre, un peligroso mecanismo en tensión que, si se manipulaba, podía dispararse como una ballesta. Custodiaba la entrada a un pasillo lleno de armarios donde, como en la caja de una guitarra, reverberaban los segundos.


El moribundo:
había sido un hombre infame, y ahora moría solo en aquella habitación, al fondo del pasillo. Yo fui a visitarlo en secreto, picado por la curiosidad, porque quería saber cómo era la muerte. Lo encontré allí, tendido en su cama, respirando ruidosamente, iluminado por la ventana que daba al campo de los manzanos. Y me vio; se percató de que yo lo miraba como si sólo fuese un objeto asombroso, como si fuese una culebra retorciéndose al sol. Recuerdo nítidamente aquella escena y el tétrico espacio alrededor: colgado en la pared, un gran reloj de madera sin agujas; en el otro extremo de la habitación, una cama vacía, sólo con un gran somier de horribles alambres oxidados. Tuve miedo y me fui corriendo.


El desván:
se accedía al bajocubierta por una escalera muy deteriorada que se escondía tras un armario del pasillo. El lugar estaba tenuemente iluminado durante el día, cuando la luz del sol se filtraba por entre la pizarra del tejado. Allí había mucho polvo y muchas cosas viejas. Lo más impresionante era una tremenda colección de cabeceros de cama. Estaban apoyados los unos sobre los otros, todos recios, enormes y petulantes, cada uno en su forma y estilo, aquí y allí volutas, listones y pináculos. Y todos estaban enterrados bajo el mismo polvo ceniciento.

*Imagen: Caspar David Friedrich, Vista desde la ventana derecha del estudio (1805-06)

5 comentarios:

Mario dixo...

Gustoume moito, sobre todo o xeito de separar a narración en pezas.

O pastor eléctrico dixo...

É curioso coma os medos infantís agroman en nos. Eu gardo moitos recordos nídios de momentos terroríficos que ainda me meten o medo no corpo.

Mery dixo...

Recuerdos estremecedores, la muerte entre somieres desvencijados y culebras, armarios que guardan segundos silenciosos...
Escribes muy requetebien.
Un abrazo

lukas dixo...

Me gusta esta forma de evocar la infancia, así, breve y con las palabras justas. Aunque esto de la blogosfera está en decadencia, te sigo leyendo!

Agurdión dixo...

No será la última vez que separe en piezas una de las entradas de "El escondite", porque esa manera me connota la visión en fogonazos de estampas independientes, aunque relacionadas. Es una forma de ajustarme a la forma de mis recuerdos. Un saludo a todos, y gracias por volver.

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