Llevo diecisiete años mirando por la misma ventana, la ventana de mi habitación. Es una vista amplia, despejada, abierta a un extenso patio de manzana atravesado por las uralitas de naves bajas y almacenes. Se corta en una pared de viviendas, un muro irregular, lleno de galerías, con su color blanco envejecido cayéndose a pedazos. Más allá, el perfil de Lugo, con sus tejados grises y azulados, amontonados con sus diferentes formas y texturas, en un abigarramiento bien parecido al de un burgo medieval, y coronados en la distancia por las dos torres de la catedral.
En los días despejados, la vista llega más lejos. En el lado derecho, se abre la campiña, con densas arboledas verdes, con sus campos acostados como un cojín lleno de remiendos, y en el horizonte el monte de Páramo. A la izquierda del cuadro, en cambio, se ven montañas más borrosas, más solemnes, azules en verano, blancas en invierno: son los Ancares y las montañas de León, y por allí sale el sol cada mañana.
Fuera de que sea una vista de ventana (quizá más amplia de lo que la gente suele padecer en las ciudades), como paisaje podría ser para cualquiera anodino y vulgar; una perspectiva urbana chapucera, desordenada y hasta pobre. Sin embargo, pasados los años, yo lo siento como un lugar amable y familiar, donde la vista descansa, donde todo permanece en orden, equilibrado en sus espacios y en sus tiempos. Es un semblante sugestivo, sólido pero emocionalmente vivo, que evoca el hogar y la intimidad de los escondites. Un pacífico mar interior que bulle como un todo autónomo, y donde desemboca como un eco la respiración urbana.
No se trata de una cuestión estética, sino de afecto. Y el afecto es siempre una cuestión de tiempo. Nuestra propia identidad se desarrolla en paralelo a los afectos que crecen o mueren en nosotros. Así, la palabra paisaje no hace referencia a una realidad técnica, de tipo geológico, sino a una construcción cultural, a una manifestación de la identidad humana con profundas implicaciones emocionales. El paisaje nos ubica, acota nuestro hogar. De hecho, se ha vinculado el sentimiento de desarraigo y la deslocalización que padecen determinadas sociedades con aspectos como el sprawl o la rapidez de los procesos urbanizadores.
Hay un efecto conocido de especial impacto. Le llaman síndrome de Rip van Winkle, y hace referencia a esos despertares, muy recurridos en el cine, de quienes se han pasado muchos años en coma. En el caso del paisaje, se aplica a esa extraña y a veces dolorosa sensación de regresar, tras un tiempo ausente, a un lugar querido que aparece desfigurado. Es justo ésta la forma en que mueren los paisajes.
Los paisajes, como todo, también mueren. La diferencia es que ahora lo hacen de repente, y no como consecuencia de milenarios procesos geológicos. Antes se entendían las peñas, los valles, como construcciones para la eternidad, que de alguna manera estaban ahí porque así debía ser. Ahora en cambio, todo puede cambiarse de sitio o, en un descuido, romperse. El paisaje es un enorme armario cargado de figuritas de porcelana: cada día que pasa sin que se rompan, parece un milagro.
16 de setembro de 2007
La ventana
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