Si hay una sustancia primaria de la que está hecha la vida, esa es para mí la melancolía. La melancolía en un sentido positivo, estimulante y alentador, contrario a una idea de la tristeza como abismo de dolor, llanto y parálisis. Comprendo que la diferencia puede ser inapreciable cuando la vivacidad y la euforia se suponen el estado ideal de la vida, mientras que todo lo demás se considera negrura del ánimo. Pero la melancolía, en su mejor versión, es para mí generadora de potentes ondulaciones en el alma, como un poderoso viento que hincha las velas, como una música arrebatadora que resucita los sentidos, despeja la mente y suspende las angustias y el miedo.
La melancolía es una sustancia grande, importante, que contiene el sentido mismo de mi vida. Cuando se vierte a través de los poros de mi nariz, se me aclara la vista, se desvela el orden de las cosas alrededor y tiene lugar, en definitiva, el estado vital por excelencia, el contacto con la vida en su acepción más plena. Por supuesto, la vida es enormemente compleja y su práctica no puede ser la misma para todo el mundo: intervenir en la realidad es una tarea admirable que requiere mucho esfuerzo e inteligencia y que puede producir tantas respuestas magistrales como matices contiene. Pero la melancolía no forma parte de los afanes por estar en el ajo, de hecho consiste en la suspensión de toda urgencia, de todo acoso de la realidad. Se trata de una fuerza simple y esclarecedora a un tiempo, que se presenta de improviso, y lo hace vacía de conceptos como un golpe de viento procedente de tiempos remotos, como la inyección de una sustancia narcótica que viene a revelar el mundo como un objeto completo y armónico.
Y así la melancolía, lejos de ser un rincón oscuro, es la fuerza más íntima y profunda que me empuja a la calle cada día. Es a cielo abierto donde se lanza a filtrarlo y abarcarlo todo, despegándose de la tierra y yéndose hacia las alturas como un globo aerostático, separándome primero de los flecos de las cosas y descubriéndome allá arriba un panorama global y transparente que permite al fin que la vista enfoque el mundo en todo su misterio. Pero al tiempo es este mismo mundo quien marca su límite y su final, bien porque algún escollo aéreo desgarra el globo, o porque lo engulle la tormenta, o porque desemboca en el yermo mortal de la estratosfera. Por eso la melancolía es enormemente frágil, un estado siempre transitorio y volátil.
Es tan sutil la melancolía, que su preparación sólo puede ser una tarea minuciosa y delicadísima. Es cierto que el mejor placer viene normalmente cuando no se le espera, porque su mejor aliado es la falta de expectativas; pero una vez probado es difícil conformarse con la esperanza, y es común afanarse en preparar el terreno para repetir la experiencia. Ya sabemos que mucha gente obsesionada con el sexo tiende a maquinar con éxito situaciones y prácticas paulatinamente más estimulantes, columpiándose a veces en lo extremo, con objeto de alcanzar esa zona sensible cada vez más enterrada bajo el callo de lo rutinario. Del mismo modo en busca del placer, yo dedico mucho esfuerzo en calcular el momento del año, el estado de la atmósfera y del cielo, el espacio geográfico y la fracción de tiempo disponible que son necesarios para darme, por ejemplo, una larga caminata. Se trata de sacar la cabeza por encima de las cosas que normalmente estorban a la vista, que estrangulan los pensamientos, y es entonces cuando puede presentarse el milagro: es como si se arremolinasen todos los recuerdos en un efecto de pura sinestesia, provocando no dolor por su pérdida sino la violenta impresión de que siguen vivos y en desarrollo. Lo que comúnmente se llama nostalgia florece como una especie de manto protector que lejos de tumbarme me lleva hacia delante, me hace pensar joder, aquí vivo, porque al fin tengo memoria, porque al fin recuerdo todo lo que amo y porque comprendo de manera definitiva que el pasado sucede constantemente. Es el viento de los equinoccios, soplado desde tierras remotas, que regresa para surcar todas las calles del laberinto.
Imagen: Alberto Durero, Melancolía I (1514)
La melancolía es una sustancia grande, importante, que contiene el sentido mismo de mi vida. Cuando se vierte a través de los poros de mi nariz, se me aclara la vista, se desvela el orden de las cosas alrededor y tiene lugar, en definitiva, el estado vital por excelencia, el contacto con la vida en su acepción más plena. Por supuesto, la vida es enormemente compleja y su práctica no puede ser la misma para todo el mundo: intervenir en la realidad es una tarea admirable que requiere mucho esfuerzo e inteligencia y que puede producir tantas respuestas magistrales como matices contiene. Pero la melancolía no forma parte de los afanes por estar en el ajo, de hecho consiste en la suspensión de toda urgencia, de todo acoso de la realidad. Se trata de una fuerza simple y esclarecedora a un tiempo, que se presenta de improviso, y lo hace vacía de conceptos como un golpe de viento procedente de tiempos remotos, como la inyección de una sustancia narcótica que viene a revelar el mundo como un objeto completo y armónico.
Y así la melancolía, lejos de ser un rincón oscuro, es la fuerza más íntima y profunda que me empuja a la calle cada día. Es a cielo abierto donde se lanza a filtrarlo y abarcarlo todo, despegándose de la tierra y yéndose hacia las alturas como un globo aerostático, separándome primero de los flecos de las cosas y descubriéndome allá arriba un panorama global y transparente que permite al fin que la vista enfoque el mundo en todo su misterio. Pero al tiempo es este mismo mundo quien marca su límite y su final, bien porque algún escollo aéreo desgarra el globo, o porque lo engulle la tormenta, o porque desemboca en el yermo mortal de la estratosfera. Por eso la melancolía es enormemente frágil, un estado siempre transitorio y volátil.
Es tan sutil la melancolía, que su preparación sólo puede ser una tarea minuciosa y delicadísima. Es cierto que el mejor placer viene normalmente cuando no se le espera, porque su mejor aliado es la falta de expectativas; pero una vez probado es difícil conformarse con la esperanza, y es común afanarse en preparar el terreno para repetir la experiencia. Ya sabemos que mucha gente obsesionada con el sexo tiende a maquinar con éxito situaciones y prácticas paulatinamente más estimulantes, columpiándose a veces en lo extremo, con objeto de alcanzar esa zona sensible cada vez más enterrada bajo el callo de lo rutinario. Del mismo modo en busca del placer, yo dedico mucho esfuerzo en calcular el momento del año, el estado de la atmósfera y del cielo, el espacio geográfico y la fracción de tiempo disponible que son necesarios para darme, por ejemplo, una larga caminata. Se trata de sacar la cabeza por encima de las cosas que normalmente estorban a la vista, que estrangulan los pensamientos, y es entonces cuando puede presentarse el milagro: es como si se arremolinasen todos los recuerdos en un efecto de pura sinestesia, provocando no dolor por su pérdida sino la violenta impresión de que siguen vivos y en desarrollo. Lo que comúnmente se llama nostalgia florece como una especie de manto protector que lejos de tumbarme me lleva hacia delante, me hace pensar joder, aquí vivo, porque al fin tengo memoria, porque al fin recuerdo todo lo que amo y porque comprendo de manera definitiva que el pasado sucede constantemente. Es el viento de los equinoccios, soplado desde tierras remotas, que regresa para surcar todas las calles del laberinto.
Imagen: Alberto Durero, Melancolía I (1514)