En honor a la verdad, hay que matizar que no todo era aire y hierba fresca en el escondite, pues si había alguna materia que caracterizase su esencia misma, era todo aquello relacionado con los despojos y excrementos, es decir, con la mierda. Y es que, desde la misma cocina de la casa, plagada verano e invierno de las moscas de los establos, hasta los cierres boscosos de los campos, la mierda inundaba la vista y el olfato.
Todo ello para conformar, en estrecha alianza con el telón de árboles y con las tupidas selvas de ortigas, el frente defensivo de aquel reducto, el muro que presionaba contra la inexorable plaga del progreso y adelantamiento de los pueblos, al igual que el frío y el temporal protegen la belleza de las playas del más profundo norte contra la nefasta llegada de los turistas y los hoteles y, en general, contra la demoledora capacidad reproductiva del homo sapiens.
Yo siempre recuerdo la montaña de estiércol, allí frente a la puerta de entrada, como uno de los elementos distintivos de aquel patio, y dada la superficie que ocupaba no fueron pocas las veces que la transité como si fuese de arena. Salía todo aquel material de los establos, que ocupaban la mayor parte de la planta baja de la vivienda a la manera antigua, aportando calefacción a la planta alta durante el invierno e impregnando toda la casa de un olor característico, espeso, penetrante y hasta confortante en combinación con el de la madera, las castañas y el humo.
Lógicamente el ganado inundaba también de excrementos todos los campos alrededor, pero en esto se conjuntaba con los habitantes humanos que, bastante tiempo después de que las habitaciones con baño fuesen normales en los hoteles, todavía carecían de servicios dentro de la casa. El paisaje resultante incluía, por lo tanto, una serie de lugares personales, absolutamente íntimos e intransferibles, a los que últimamente se accedía con hojas de periódico y que tenían en común su situación en un lugar recóndito, sin tránsito y a la sombra.
Fue a finales de la década de 1970 cuando por fin se hizo el llamado saneamiento, habilitando un cuarto con los típicos aparatos sanitarios al fondo de la planta alta de la casa. Curiosamente, este nuevo servicio no resultó lo suficientemente atractivo para algunos de sus destinatarios, que siguieron aferrados a sus costumbres y a sus íntimos lugares, alguno de los cuales descubrí más de una vez con desagradable sorpresa, por culpa de mi inclinación -ya perdida- a investigar debajo del maíz o a través de los túneles entre las retamas. Con todo, tampoco fue aquel saneamiento lo que correspondería a un sistema lógico de gestión de residuos, puesto que se limitaba a recoger todos los desperdicios en un tubo grande y negro que salía de la casa por su parte oeste y se iba circulando por encima de la hierba, a través del campo de los manzanos, para finalmente vomitar todo su pestífero contenido a un tremedal bajo, lentamente infiltrado por las aguas de un regato.
Lo peor sin duda se lo llevaban las aguas de este regato, que pasado el prado se descolgaba con forma de cascada por un barranco lleno de maleza y se perdía de vista. En cierto modo, la mierda siempre se reaprovechaba o se reabsorbía dentro del sistema, como cualquier otro producto de aquel lugar. El problema llegó cuando los residuos empezaron a ser industriales, especialmente envases ligeros de plástico y lata. A falta de un sistema de recogida de basuras, el destino de los desperdicios siguió siendo esencialmente el mismo: el barranco de Aguas. Así que allí iban a parar las botellas de fanta, las cajas de galletas, los tambores de leche en polvo y hasta los de detergente. Recuerdo bien las veces en que fui o acompañé a tirar la basura, no por una acera hasta un contenedor amarillo, sino por aquel prado abajo en dirección al barranco, sin que nadie se preguntase siquiera si había algo equivocado en aquella acción, con la alegre y temeraria convicción de que aquel barro era capaz de digerirlo todo. Alcanzado el tupido barranco, se trataba de hacer un molinete con el brazo para arrojar la basura lo más lejos posible dentro de él, y en su caída la bolsa se descomponía desperdigando todo su contenido.
Imagen: en el centro, balsa de lodos tóxicos de la planta de Alcoa en San Cibrao, que supone el 30% del PIB de la provincia de Lugo. Foto de SIGPAC.
16 de xaneiro de 2012
Residuos
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