El mejor momento del verano tuvo lugar entre las 22 y las 22,20 horas del sábado 9 de agosto, y se fundó en una mentira gordísima. De conocer la verdad entonces, el que seguramente fue el momento más excitante de mis últimos años nunca hubiese tenido lugar. Por tanto, y dado que la ciencia no estaba en juego, sino el placer de un momento concreto, no había más verdad que lo que parecía verdad, y hoy me alegro de haber sido engañado.
Que no se me entienda mal. No se trata de que aquella gran excitación fuese mentira, sino de que estaba facilitada por unas cuantas. Bien construidas, las apariencias nos enamoran lo mismo que las verdades, pues lo que cuenta de ellas son sus efectos. El destino final de aquello que se nos aparece a la vista es una sensación, una sola. Esta sensación es ajena a la autenticidad de los medios que la provocaron y, en sí misma, no sólo es absolutamente real, sino que es la única realidad, es decir, todo lo que existe en el mundo.
La espada que nos atraviesa el pecho no es otra cosa que el dolor que nos provoca. Las formas en sí no valen nada, no significan una emoción o un ánimo concretos; lo que importa de las cosas es el sentimiento que nos suscitan, el movimiento que causan en el alma. Pero, para comunicar ese movimiento subjetivo, no queda más remedio que hablar del objeto que lo provoca. Es decir, hablar de lo que aparentemente sucedió entre las 22 y las 22,20 de aquel día de agosto.
Fue un viaje bastante corto en el asiento de atrás de un coche, a lo largo de una carretera secundaria, en la misteriosa hora en que el día se mezcla con la noche y las formas, aún perfectamente delineadas, pierden los colores. En Galicia, en mitad del verano, la luz no se va del todo hasta pasadas las diez. En esta delicada coda, la oscuridad se va enredando en los árboles con ritmo tan lánguido como implacable, la brisa se activa levemente, y la sonoridad de la naturaleza, el fragor de los bichos, se trasforma en largos y cavernarios acordes, en ecos remotos. En el anochecer de los lugares sin farolas, se estremece la tierra de melancolía y se nos recuerda el regreso a casa.
Viajé en coche a través de aquella luz misteriosa, mirando con avidez por la ventanilla mientras escuchaba la escena campestre de la Fantástica de Berlioz, el redoble de la tormenta lejana. Y tuve una vivísima sensación de familiaridad con todo el territorio circundante, con el instante mismo de extinción lumínica, como si hubiese recordado de repente que aquello lo había vivido mil veces. La sagrada montaña, los escabrosos muros de las fincas, los robles solitarios y retorcidos parecían la esencia misma de mi vida, es decir, de todos los tiempos. Me pareció encontrar en todo aquello el seno materno, que es el refugio al que simbólicamente se dirigen todos aquéllos que tienen miedo de la vida. El lugar y los objetos alrededor se habían convertido precisamente en aquel escondite amurallado tantas veces soñado y recordado.
Así de simple ha sido el gran momento de mi vida, así de breve e insignificante. No una espectacular conquista o una entrada triunfal; sino un fuera de juego, la celebración solitaria de lo más anodino, de lo que nadie ha visto. Frente a la vida y la sed de sangre, la huída, la ocultación y la muerte. Mis mejores recuerdos reproducen el mezquino ideal del escondite, producto de un espejismo que se desvanece al pasarse el verano y cerrarse la noche.
Imagen: Agurdión.
30 de setembro de 2008
La dulce mentira
14 de setembro de 2008
El escondite
Lo que me gustaba de aquel lugar era que estaba aislado, marginado de la Red de Carreteras del Estado, escondido bajo una enorme campana de cristal impenetrada por el Sistema de Coordenadas Universal Transversal de Mercator. Allí el tiempo fluctuaba cíclicamente, pero no avanzaba. Oscilaba como el mercurio de un termómetro, y se medía en colores, en fragancias, en ecos.
Era un jardín cerrado, un microcosmos amurallado de espejos en cada confín y custodiado por recios robles de mirada terrible. Frente a ellos, la cartesiana malla del océano exterior lamía con ímpetu la ribera y luego se retiraba temerosa, dejando un espumoso surco de saliva. Con tan sutiles defensas, el lugar estaba a resguardo de los ominosos acontecimientos planetarios, de las desgracias multitudinarias, de las "amenazas globales", reales o inventadas, pues cualquier "fin del mundo" sólo podía referirse al de otro mundo.
En aquella comarca remota había a su vez infinidad de escondites, y dentro de ellos había otros tantos, como en una muñeca rusa. En lo más pequeño de la escala, la sensación de apartamiento resultaba embriagadora. En un claro soleado del bosque donde crecía verde la hierba, sobre la cual se erguía una peña desnuda, a cuyos pies burbujeaba una fuente y se retorcían dos tritones amarillos, los recuerdos del macrobotellón, de las gloriosas cumbres de Manhattan, del Gran Colisionador de Hadrones, parecían producto de la imaginación.
En algún misterioso lugar del camino por el que se llegaba a la comarca, se aflojaban y desprendían los anclajes con el presente de la vida y de la Historia, con los dolores del aquí y ahora. Las imágenes emblemáticas de nuestro tiempo se iban marchitas flotando en el viento, se esparcían arrugadas por el bosque, se despachurraban bajo el cuerpo de un zorro dormido.
Imagen: Franz Marc, Zorro azul y negro (1911)