Cuando se avecina tormenta, me pongo eufórico. Las correas del alma se me aflojan, el corazón se me sale del pecho y quiero echar a correr por los tejados. La tormenta no me da miedo, ni me aprieta la garganta, ni me oprime el pecho; al contrario, me descomprime las arterias y me aclara la vista. Cuando empieza a redoblar allá a lo lejos, el mundo adquiere una maravillosa nitidez, y el aire se torna aromático y refrescante.
Ya cae la tarde. Después de un día de calor y de picores, se anima una leve brisa y el aire cambia de perfume. Media tarde he tirado en vano de una cometa a través de la hierba alta, y al final me he encerrado vencido en la sombra de la casa. Pero ahora que entra el aire redoblando por la ventana, siento que tengo una nueva oportunidad. Monto la cometa y salgo corriendo monte abajo, y con la velocidad el juguete se tensa y se levanta, y luego va alejándose de mí en las alturas, sacudiendo sus cintas.
El viento se vuelve intenso y maravilloso; el cielo se llena de mil colores, y una marea de nubes lo va estrechando como un río en lo profundo de un cañón rocoso. Ahora quiero ir más arriba, y rápidamente remonto la colina hasta la antigua viña, donde ahora hay un prado muy grande y verde. Y allí, en aquella cima, la cometa sube más alta que nunca, enterrándose en el abismo gris del cielo, y noto cómo tira de mí hacia arriba. Ya los rayos repican en la cresta de la montaña y los truenos se desploman ladera abajo con estrepitoso galope.
Y entonces, el hilo que sujeta la cometa se rompe y ésta se marcha hacia arriba haciendo tirabuzones y perdiéndose en alguna parte del cielo.
Imagen: William Turner, Sombra y oscuridad - la tarde del Diluvio (1843)
22 de febreiro de 2010
Aire
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1 comentarios:
Casi parece Rembrandt.
Bendita cometa, hay hilos que sólo están para romperse.
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