Otro día. Igual. La rutina es una protección contra el cambio. Este mar, este cielo, se pierden tan lejos en el tiempo que uno tiene la sospecha de que sean perpetuos.
Nadie dice nada.
Echo otra carta por la borda,
y sube atolondrada, como una mariposa,
y se va revoloteando con el viento, confundida en una manga larguísima de hojas secas.
24 de marzo de 2007
Otoño
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Agurdión
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Categorías: las cuatro estaciones, una historia en el océano
11 de marzo de 2007
Espiral de silencio
Las dos últimas películas que ha dirigido Clint Eastwood, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, recrean el sofisticado aparato de mentiras que necesitan los Estados para poder sostener una guerra, de lo que conocemos incontables ejemplos. La victoria física sobre otro es sólo eso, y no un correlato de verdad o justicia alguna; no obstante, la renuncia a la defensa física sigue resultando ridícula a ojos de muchos, como propia de cobardes y achicados.
La violencia se ha demostrado tantas veces como fuente de beneficio, que pocos son los que renuncian a medrar por medio del aplastamiento. Y mientras se siga aceptando como método de implantar una verdad, mientras haya quien la justifique contra otros o contra sus privilegios, habrá quien no renuncie a la guerra, y le llamará legítima defensa.
No hay victoria limpia, en ningún caso. El mínimo grado de violencia requiere siempre una parte proporcional de infamia. Por desgracia, si queremos vivir, parecemos obligados a ella, pues quien pretende defenderse de una agresión inmediata con la sola ayuda de buenas palabras puede acabar aniquilado, y entonces no hay otra verdad que valga.
Ganar una guerra es el aplastamiento del rival. Pero para ello hay que movilizar a miles de personas a favor de una determinada causa. Por eso, ganar una guerra es también el éxito de todo un conjunto de estrategias persuasivas o, cuando menos, coactivas. Lo que las dos películas de Eastwood consiguen es ponerlas en evidencia, llevarlas al extremo del ridículo, subrayar la falsedad que subliminalmente aflora en expresiones tan solemnes como las “banderas” o los “códigos de honor”.
Cartas desde Iwo Jima se plantea desde el principio como la lucha del deseo de vivir contra la implacable obligación de "vencer o morir". El terrible peso de lo socialmente aceptado contra el individualismo hereje. El balance resulta desolador: el suicidio, el honroso final pagano, se ejecuta en un ataque de terror, de forma completamente alocada, entre dudas y convulsiones. Como falta la convicción, sólo queda cerrar los ojos y no pensar. De fondo, quizá el recuerdo de los antiguos samuráis sirve de fundamento intelectual para un acto estratégicamente absurdo y condenado al ridículo histórico. Pero desde fuera la impresión es sencilla: es terrible suicidarse cuando no se quiere vivir, pero más aún lo es cuando se ama la vida.
No he visto el suicidio tan ridiculizado como en Cartas desde Iwo Jima. Los nazis, con todo, lo habían asumido como una decisión personal en El hundimiento. Por el contrario, en Mar adentro el suicidio adquiere un extremo de dignidad, en mi opinión, difícilmente superable por un kamikaze desquiciado.
El hecho es que la propaganda o los códigos de hombría suelen sumirnos en una espiral de silencio donde la mínima expresión individualista, el mínimo cuestionamiento de lo que “tenemos que hacer”, nos hace desleales e indignos de nuestros compañeros. Ante semejante responsabilidad, muchos son los que prefieren acatar las órdenes sin pensar. Al menos así, creen, habrán colaborado con el bien común.
Imágenes: Arriba, fotografía original del alzamiento de la bandera estadounidense en Iwo Jima; abajo, fotografía de Cartas desde Iwo Jima, donde un soldado japonés insta a otro a que cumpla las órdenes de suicidarse.
4 de marzo de 2007
Vientos
Poco importa la bonanza de los tiempos. Siempre hay algo mejor que recordar.
La melancolía es la pena de los días de sol y de los mares tranquilos. Es la tristeza de los marineros que dormitan en cubierta, atisbando en la apacible brisa la llegada de la primavera. Y apenas aprieta el trabajo, apenas zumba el trueno, las añoranzas se evaporan.
En el mar no hay flores. Pero lo surca un viento peregrino que recorre el mundo y que cada año vuelve a visitarnos cargado de esencias.
Imagen: Melancolía, Edvard Munch
25 de febreiro de 2007
La torre
Es un buen trabajo el de vigía. Lo único que debe hacerse es contemplar. Mirar el mundo alrededor encaramado en las alturas. Y no se cansa uno de ver siempre lo mismo, porque nunca es lo mismo; en cada instante que pasa, todo es nuevo.
Miro aquí y allá; no hay nada que me tape la vista. La calma es pura emoción. Me deleito en las formas y los colores del mundo, en las crestas de plata, en las vetas de espuma, una infinidad de lucecillas que se encienden y se apagan, que repican como un tambor en mis ojos. Recorro la nebulosa línea del horizonte y, con la parsimonia de un pintor, me subo por un enorme tirabuzón de nubes que se enredan en el sol, y allí se incendian, se desmigan en mil centellas, atravesadas por los furiosos rayos.
Busco en el cofín de los mares. Siempre veo una tierra, una vela, una sirena…
Imagen: Salida de la luna sobre el mar, Caspar David Friedrich
18 de febreiro de 2007
Autosuficiencia
Otra noche más, me fumé un cigarrillo mirando las estrellas desde el castillo de proa. Después, me despedí del océano, encendí un candil y me adentré por una escotilla en las penumbrosas entrañas de nuestro velero.
Cada vez que me voy a la cama, tengo la misma sensación. Es una sensación extraña, primaria, intestinal de perennidad, de autosuficiencia. Aquí, escondido en las profundidades de este cofre de madera, me da la impresión de que el mundo se ausenta y se disipa. A mi alrededor, las tablas cierran mi existencia en una urna impenetrable. Y no hay mar ni viento capaz de perturbarla.
Aquí lo tengo todo, nada necesito de fuera. Tengo este lecho caliente y estas sábanas suaves para enredarme; montañas de suministros, galletas y agua para varios siglos; este dulce balanceo, que me mece como a un niño en su cuna; el oscuro silencio, en el que desplegar a placer mis pensamientos; las murallas de roble, que impiden que me caiga en el abismo oceánico, o que el abismo oceánico se caiga sobre mí.
Por la noche, viajamos de incógnito. Sigilosamente, surcamos las oscuras aguas del mundo y hasta las tinieblas se nos alían con su vivificante abrazo de seda. Me basta cerrar los ojos para esconderme, igual que a un niño. Otros no consiguen sentirse seguros ni en la montaña más remota.
El mejor escondite no es un lugar; está en nosotros mismos.
Imagen: Cachopo, Castelao.