Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

21 de marzo de 2010

Primavera (III)

Cuando todo está en silencio, cuando todo lo que existe es el hormigueo de la sangre por el cuerpo entero, pienso en ella un segundo antes de dormirme, y pienso que es una suerte poder hacerlo, que es una suerte ser adormecido por los latidos del deseo. Pese a no poder llegar a ella de verdad, pese a que toda ella es una leve figuración de la mente, sólo imaginarla se me lleva dulcemente, me aviva la sensibilidad, presiento el viento que vuelve, aparta de mí el mortal aburrimiento...

Con los ojos cerrados, replegado bajo las sábanas, cualquier imagen mental resulta luminosa y, por contraste, parece más real que la oscuridad misma.

11 de marzo de 2010

Tierra

Mi padre solía decir, en otra de sus frecuentes invenciones, que en alguna parte de la antigua viña estaba enterrado un tesoro. Hasta tal punto se había convencido, que planeaba comprarse uno de aquellos artilugios para detectar metales que anunciaban en la teletienda. Y casi pareció decidirse un verano, cuando un amigo suyo, aficionado también a los artilugios, sacó de la playa una impresionante colección de tornillos.

El principio por el que estos objetos salían a la luz no era tanto la curiosidad del arqueólogo como la del jugador, donde muchas veces el dinero ganado es mera coartada para una experiencia mucho más intensa: ver la misteriosa sonrisa de la suerte. Por este principio, a mi padre se le aparecían con extraña frecuencia sobre la acera monedas, billetes y tornillos, siempre recogidos con gran emoción.


El mito de la existencia de un tesoro en la antigua viña emanaba del dominio físico y simbólico que ejercía sobre ella la ruina de una torre medieval. Por entonces, lo que quedaba de sus muros apenas alcanzaba los dos metros de altura, y prácticamente se confundía con las tortuosas cercas de mampostería que limitaban las fincas de la comarca. Conocida como frecuente morada de víboras, esta ruina encerraba una explanada destinada a era, aparentemente asentada en el antiguo pavimento, y estaba enfatizada por un nogal grande y viejo que había conquistado con los años la altura que habría tenido el edificio.


Alrededor de la ruina, la tierra parecía repleta de huesos y objetos antiguos que, con una parsimonia de siglos, iban aflorando con el paso del arado. Al igual que en las aceras de la ciudad, mi padre había encontrado en aquellos campos muchas monedas antiguas, a las que llegaba, como una urraca, guiado por un brillo o centella mínima. Su hallazgo más sonado fue lo que él bautizó como la "punta de lanza", o quizá "de flecha", una pieza puntiaguda absolutamente oxidada, que le dio pie para inventarse una batalla por la torre, con ballesteros encaramados entre las almenas, saetas silbantes y caballeros acorazados.


Imagen: Jean-François Millet, Las espigadoras (1857)