Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

21 de novembro de 2009

La fortaleza (2/2)

(...) Recuerdo bien la primera vez que experimenté la presencia de un fantasma, es decir, la intrusión de un espectro entre los objetos de mi alrededor. Mi reacción fue poner en marcha un viejo ritual: echar a andar por un camino familiar balizado de objetos apotropaicos, con el mismo espíritu con que los bizantinos salían en procesión con sus iconos cuando los turcos amenazaban sus murallas.

La mía era una ronda que comenzaba y terminaba junto a un nogal, con las siguientes etapas intermedias: 1) un pozo escondido entre unas peñas; 2) un castaño seco, como muchos otros del lugar; 3) una línea de piedras puntiagudas sobre la hierba; 4) una robleda tortuosa, salpicada de las únicas setas comestibles que reconozco; 5) una gran sábana negra de plástico suspendida entre unas ramas; 6) un portón de salida, en dirección al río; 7) un caseto de pedruscos asentados a
hueso que presidía una viña abandonada; 8) una lata oxidada de aceite CEPSA; 9) un pantano de arenas movedizas, lleno de vegetación flotante, ranas y salamandras; 10) un pastor eléctrico que hacía ruiditos.

Pero aquella vez el ritual no funcionó. Recuerdo que me miraba los pies al pasar por la viña, mientras iba aplastando los viejos muñones de vid, golpeado por una extraña desesperación. Pues algo alrededor había cambiado; el paisaje estaba infundido de una presencia intrusa, abstracta y extrasensorial, sobre la que no conseguían imponerse los objetos concretos, sólidos y
hermosos que ondeaban delante de mis ojos.

Desde entonces, el sentimiento ha sido normalmente opuesto al original. Me siento más bien como si tuviese una colección de muñecos vudú repartidos por muchos lugares; como si fuese dejando por ahí trocitos míos sobre los que otros pueden operar y provocarme dolor. Tengo la sensación de que la Gestapo sabe donde me escondo, no en vano ahora publico chismes como éste. A veces me escudo en que Google Earth, Facebook y la telefonía móvil ya no nos permiten vivir los espacios como si fuesen jardines cerrados, pero en el fondo no se trata de eso. No se trata de que el ruido nos persiga hasta el lugar más remoto en forma de sms.

Se trata simplemente de que mi sentimiento ha cambiado sigilosamente de color, como cambia el de las piedras de las iglesias con el simple contacto con el aire. Pero no es una actitud, no parte de mí; el sentimiento es un suceso que viene de fuera y que me alcanza como un flechazo. Cuando se va, permanece en el recuerdo, como aquella mesa camilla. Allí debió de nacer mi atracción por la estética de la defensa, por los castillos, las fortalezas y las murallas abanderadas; por el catenaccio, Minas Tirith y Constantinopla.


Imagen: detalle de la tabla de fortificación de la Cyclopaedia (1728)

8 de novembro de 2009

La fortaleza (1/2)

Echo de menos aquel espíritu que había adoptado de niño sin darme cuenta, un carácter que parecía inherente a mi existencia, y que además se me antojaba el único posible. Me otorgaba la capacidad de escapar de los problemas a través de la pérdida del contacto visual con ellos, es decir, no sólo mediante mi desplazamiento en el espacio, sino también, y como suele decirse en inglés, mediante el "enterrar la cabeza en la arena".

Cuando me asediaba algún tipo de temor o pena, solía resultarme suficiente apartarme a otro sitio, cambiar el aspecto del paisaje alrededor, mirar para otro lado. De la escuela a casa, los problemas nunca venían conmigo, se disipaban y se quedaban por el camino, porque un lugar y otro eran compartimentos estancos entre los cuales no era concebible forma alguna de contaminación. Y en los momentos de mayor angustia, el recuerdo de un lugar distante me parecía una isla sobre la que no tenían poder alguno las amenazas del presente.

Recuerdo vivamente la sensación de esconderme bajo la mesa camilla del salón, y permanecer entre sus faldas callado durante horas, sentado en el bastidor, convencido de que el mundo no sabía que yo estaba allí, de que nada podía atraparme cuando estaba bajo mi mesa. No había sensación más intensa y reconfortante, no había punzada tan placentera; porque aquella sensación, por subjetiva que fuese, me hacía invulnerable.
El escondite, antes que un lugar, fue un sentimiento.

Se dice que el sentimiento es cosa particular, de uno solo; que resulta de una alineación casi astrológica de fluidos, vagos y volubles; que no hay forma de objetivarlo ni de medirlo, y que por ello no sirve para conocer el mundo en un sentido científico. Pero el sentimiento lo es todo para quien lo experimenta, porque se presenta a la inteligencia individual como un hecho sólido y objetivo; de hecho, mientras dura, es todo lo que existe en el mundo. Por eso, mientras dura, es lo mismo sentirse invulnerable que serlo realmente.

Me parece fácilmente comprensible que pudiese llegar a desarrollar aquella fantasía mientras aún era pequeño, pues todavía estaba aprendiendo cómo funcionaba el mundo, y nada me hacía sospechar que las cosas pudiesen seguir existiendo cuando yo no las veía. Hasta ese momento, el mundo no tenía una existencia independiente de mi capacidad de visualizarlo, porque parecía suspenderse cada vez que cerraba los ojos. Me resultaba muy difícil salirme de la lógica de lo inmediato, de lo que estaba ante mis narices, porque mi experiencia aún era insuficiente. Así, concebía el espacio de forma estanca, no fluída; cada lugar constituía una ínsula impermeable donde la vida se desarrollaba como en una burbuja.

Pero los sentimientos, como vienen, se van. Las razones parecen tan sutiles que cuesta no atribuírselas al capricho de algún fluído corporal, en vez de a los hechos de ahí fuera. Mi antigua fantasía fue colonizada poco a poco por una nueva vegetación que dio lugar, al final, a una dinámica cerebral opuesta. Nació entonces, por primera vez, la nostalgia de los lugares que recorrí de niño. Lugares que recuerdo como paisajes y objetos físicos, pero que con toda seguridad fueron una simple coyuntura atmosférica del cerebro, propia de unas condiciones químicas y hormonales irrepetibles. (sigue)

Imagen: Donjon de Houdan, torreón del siglo XII en la región de París.