Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

20 de xaneiro de 2008

Flechazos

Me pregunto qué tiene la quebrada cadencia con que respira la cuerda al comienzo de la Novena de Mahler, en un oloroso estertor de amor y de nostalgia. Es un viento frío, húmedo, que palpita sobre la hierba, que se enreda lánguidamente en los árboles y los eriza de tristeza. La respuesta no está en los suspiros de la orquesta, ni en el viento, ni en los árboles. Todas esas cosas no tienen, de por sí, nada de hermoso. Cuando de verdad amamos algo, somos el último hombre sobre la tierra. Sólo entonces nos damos cuenta de que lo importante somos nosotros, porque sin nosotros toda forma quedaría perdida en el vacío del mundo.

Preguntarnos sobre la belleza es ante todo preguntarnos sobre nosotros mismos. Porque todo placer estético es un placer aprendido desde la infancia en el contexto de una tradición cultural, cordillera insalvable en el horizonte. Que los espacios inmensos, remotos y desolados nos dejen extasiada la mirada no guarda una relación unívoca. Al contrario, es
un hecho íntimo con un trasfondo convencional: la estética romántica de lo sublime. De hecho, hasta el siglo XIX, el paisaje no era un lugar muy sugestivo para los pintores.

Sabemos cómo hay que amar, porque lo hemos visto por la tele, o tal vez porque lo hemos aprendido con un ser querido. ¿Pero hay algo de nosotros en todo esto? La respuesta, quizá, está al principio, en la infancia, cuando empezamos a descubrir cómo funcionan el placer y el dolor. Se supone que experimentamos la verdadera conmoción del hallazgo en un territorio sin pautar, donde aún no son evidentes los encantos de las flores, de las montañas, de las mujeres.

En preescolar nos dejaban dibujar mucho. Solíamos hacerlo antes de irnos a casa, por lo que para mí era un momento feliz por partida doble. Recuerdo un estante lleno folios de tamaño cuartilla. Me parecían un objeto asombroso, pues eran blancos, a diferencia de todas esas hojas pa
utadas de las libretas. Y sobre ellos podía dibujarse cualquier cosa. Yo siempre dibujaba lo mismo con un lápiz: un camino, una fuente, una casa y, al fondo, unas montañas. Y siempre era un hallazgo en tres tiempos: un viaje, un descubrimiento emocionante y un regreso.

Empecé a dibujar también en casa. Entonces, mi padre me acompañaba haciendo exactamente lo mismo. Por él aprendí dos trucos ilusionísticos que me parecían prodigiosos. Uno fue la perspectiva frontal escorzada: podía desdoblar la casa, mostrar las cuatro agua
s del tejado y fugar la pared lateral en profundidad. Pero más me encandiló el truco de las montañas: podía meter más montañas entre las montañas, y así parecía que la cordillera se agrandaba hacia el fondo. Y así lo hice, empecé a dibujar sólo montañas, cada vez más montañas, y objetos diminutos en ellas, y enormes nubes. Recuerdo aquellos dibujos como una síntesis de todos los mitos de mi infancia, de la aldea de mis abuelos, de los campos y montes alrededor, y de todo lo que giraba en mi imaginación.

Pasaron los años. Una de las cosas que andan por el trastero es mi libreta de Lengua Española de 6º de EGB. En ella hay un relato revelador: en primera persona, cuenta la visita a un acantilado en un día de tormenta; luego, cómo se desencadenan los rayos y el terrible oleaje; y finalmente, cómo vu
elve a salir el sol. Por primera vez, y sin la menor idea de Petrarca o de Turner, escribí un tributo a la enormidad de la naturaleza y a la conmoción que provoca. Hoy me he dado cuenta de la cantidad de veces que, en lo esencial, he escrito lo mismo: el paseo, el emocionante encuentro, el regreso a casa.

El diagnóstico es un poco decepcionante. Lo que quiera que sea nuestro, es muy difícil de identificar. Mis preferencias, desde el mismo principio, no son una expresión primaria ni exclusiva, y parecen ir afiliándose paulatinamente a la tradición romántica convencional. El final de la historia tiene lugar cuando descubro la pintura de Friedrich, y quedo estupefacto al comprobar que representa algo que de alguna manera siempre había intuido. Parece que el gusto, rudo al principio, se va escorando con el tiempo hacia los moldes que mejor lo representan socialmente. Y se ve influido por ellos, hasta el punt
o en que ya no diferenciamos lo propio de lo ajeno.

Imagen: Caspar David Friedrich, Mañana en el Riesengebirge (1810-11)

3 de xaneiro de 2008

La huella de la vida

El arte es el poso, el sedimento de la vida. Una excrecencia física de nuestra forma de pensar y de actuar, y que permanece, como vestigio, cuando ya no estamos. Desde un punto de vista amplio, arte es toda producción humana, mejor o peor, consciente o no, que nos permite inferir, pasado el tiempo, la mentalidad que la produjo. Por debajo de las grandes obras, de los grandes programas, de los museos y galerías, y de sus reputados artistas, subyace uno de los aspectos que mejor definen la relación que mantiene el hombre con los objetos: la voluntad de acumulación.

Ayer, cediendo a la insistencia de mi madre, hice limpieza del rocho. Hoy, preferiría no haberla hecho. Tengo la sensación de haber violado una tumba faraónica, y ahora andan sus fantasmas rondándome. El caso es que lo que allí había era difícil de relacionar con una decisión personal, con una voluntad mínimam
ente consciente de orden. En realidad, aquel amasijo de cosas parecía más bien producto de una floración espontánea y descontrolada, como la que podría inspirar un cementerio medieval. Tan personales una vez, tan útiles y vigorosos, los recuerdos parecían ahora ajenos, pedazos muertos de mí, con la hueca apariencia de un fósil.

En una época en que infinidad de objetos e imágenes de escaso valor proliferan por las casas, sobre paredes, estanterías y televisores, uno no puede tenerlo todo
bajo control. Las cosas siempre pululan de un lado a otro, de un estante a un cajón, en función de factores como la vigencia emocional (quito la foto de Pepita, porque ya no es mi novia) o la adecuación formal (necesito un bolso rosa para mis zapatos rosas), e inmediatamente lo viejo se olvida. Los objetos que nos rodean van siendo desplazados del centro de atención para conformar una extraña construcción en el limes de la consciencia, un territorio que no pisamos pero que teóricamente nos pertenece.



Todas nuestras pretensiones de control sobre las cosas están abocadas al fracaso. Pues, bien que en nuestra mesilla de noche las cosas se mantengan en nuestro ámbito consciente, apenas se desplazan a la periferia de la vida, todo comienza a extraviarse, a emanciparse de nosotros. Allí se seca como un vestigio de un ser que ya no existe. Y poco importa que siga dentro de nuestra casa. El resultado es la conversión del hogar en un almacén ultrabarroco de cacharrada industrial, gobernado a menudo por el mismo horror vacui de quien padece síndrome de Diógenes. No es que la obra necesite de una pared, sino que la pared necesita de una obra, y esto se adapta perfectamente a nuestros enormes excedentes. Nuestro espacio debe llenarse a toda costa. A cualquiera nos parece penosa una estantería vacía. Que objetivamente todo lo que haya allí sea basura, y que aún se reconozca como tal, no impide que aporte una sensación de seguridad casi apotropaica.

Si lo que digo parece un reproche feroz, nada más lejos de las realidad. En mi casa reina la cacharrada, es un hecho evidente. Decía que ayer buceé en la del rocho. Y encontré, encontré cosas. ¡Madre! ¡Qué cosas! Pura basura inútil, que diez minutos antes hubiese sido incapaz de recordar. He aquí otro acontecimiento común: el fortuito regreso de un objeto al centro de atención (el reencuentro de un cuaderno de infancia, etc.) puede otorgarle la cualidad de 'tesoro'. En mi caso, al hallarlos, los 'tesoros' llegan a producirme una inquietud profunda. Una terrible sensación de pérdida, de olvido, y una fogosa ansia por reanimar los cadáveres, por desenterrar todos los tesoros. Cualquier objeto, adorno, juguete, escrito, es objeto de mi codicia. Quiero recuperarlos, para poseerlos y protegerlos.

Pero aún me queda algo de cordura. E inmediatamente caigo en la cuenta de que inventariarlo todo es una tarea imposible. Me deprimo profundamente. Todo se perderá, es irremisible, y no queda otro camino que el de la renuncia. Pues, si aspiro a controlar todos los artilugios que he comprado, todos los cachivaches que me han regalado, todas las fotografías que me he hecho y las líneas que he escrito, necesitaría otras tres vidas por lo menos. Así que la mayor parte de las cosas las envío directas al contenedor. Rescato tres cosillas, tres historias ilustradas que hice con seis u ocho años. De una de ellas recuerdo el mismo momento en que la empecé. Había grapado unos pocos folios a la mitad; entonces escribí el título en la portada:
Fantasmas. Las he metido en una carpeta roja. No pueden perderse.

Imagen: Juan de Valdés Leal, In Ictu Oculi (1670-72)